Mientras la
tierra gira en torno al caos
supe detenerme
sobre la punta de mis pies descalzos,
encontré tus
ojos sonrieron a la piel de mis palabras
y clavado en mis pecados lograste abrirme.
El torbellino
se lleva cada columna antes armada con pinzas imperceptibles.
Ya no hubo superficie
ni aire,
sólo hilos:
de tus
labios atados a mis ojos,
de tus
manos
guiando la
nitidez de mi pulso.
Un hueco en
tinieblas se traga al mundo como si fuera la inhalación de un demonio
que me
suelta
(Cual ángel
celestial)
a saberme
en tus labios.
De repente,
el silencio.
El silencio
violado por tu voz.
Tu voz se
cruzó con mi sonrisa.
Mi sonrisa
encontró tu mirada.
Tu mirada
encontró mis ojos.
Mis ojos
encontraron tu presencia.
Tu presencia
se hizo mi mundo.
Mi mundo que
tomó la forma de chispas intensificando la razón existencial de los sentidos.
Sentidos verdaderos,
que habían sido velados por el recorrido de girar siempre para el mismo punto.
Tan frágil
todo puede caer, con sólo un suspiro pecaminoso.
Tan duro
todo puede nacer, con sólo tus ojos susurrando a mis labios
lo que tus
manos podrían lograr en éste cuerpo ya en cenizas,
sin tacto
alguno, calcinado por el tiempo que transcurre sin piedad embriagado de apatía.
Ahí tú, el
hombre con toda su fortaleza.
Aquí la mujer surgiendo dispuesta.
Mientras el
mundo gira y se hunde devorado por su
propio caos,
tu aliento
en mi nuca, supo darme la grandeza de
sentir cada parte de mi cuerpo,
latiendo según
el movimiento de los hilos.
Y cuando tus ojos hablaron a mis labios
(con el
lenguaje que quema)
aprovechaste
para sonreír
y entonces sostenerme en toda mi elevación.
Para soltarme
y atraparme según lo dicten tus impulsos.
Y así
con la
humedad de tu presencia
hiciste de
mis cenizas
un ser
verdaderamente
Vivo.